«ENSÉÑAME A ENSEÑAR»: LA CONFESIÓN DE UN MAESTRO EN BUSCA DE REDENCIÓN

Por Quincy Adams Wagstaff

He leído Enséñame a enseñar de Albert Reverter y todavía estoy recuperándome del trauma. No por lo que dice, sino por lo que no dice: ni una sola mención al aprendizaje ubicuo cuántico, ni una metáfora acuática sobre “navegar la ola del conocimiento”, ni un diagrama circular de siete pétalos. Nada. Solo ciencia, experiencia y un tipo calvo y con perilla que insiste en que la memoria importa.
Francamente, me esperaba algo más inspirador: hay libros que uno empieza con ilusión y acaba usando para calzar una mesa. Enséñame a enseñar pertenece a esa categoría selecta.

Si alguna vez se ha preguntado cómo sería leer un manual de autoayuda redactado por un funcionario con insomnio, Enséñame a enseñar es su respuesta. En las primeras páginas ya me di cuenta de que estaba ante un peligroso disidente del pensamiento mágico educativo. Mientras otros autores te prometen “neuronas felices”, Reverter te habla de carga cognitiva.
Mientras los gurús te invitan a “aprender desde la emoción vibrante del alma”, él insiste en algo tan vulgar como practicar. Y lo peor: ¡usa datos! ¿Datos? ¿En un libro de pedagogía? Eso es como ponerle gluten al aprendizaje cooperativo.

El autor asegura haber abandonado las modas educativas. ¡Traidor! Con lo bien que estaban esas metodologías imposibles de evaluar, esos proyectos que requerían veinte horas para fabricar una cartulina y esas rúbricas que medían la creatividad en centímetros cúbicos. Reverter ha cometido el mayor pecado contemporáneo: enseñar sin disfrazar la enseñanza de espectáculo. Según él, enseñar mejor no va de tener más recursos, sino de comprender mejor cómo aprenden los alumnos.
Ya. Y respirar no va de inhalar aire, sino de entender el oxígeno.
El problema es que, con ideas así, se acaba el negocio de los talleres de “Neurocoaching para el Aprendizaje Holístico Transversal”. ¿Quién querrá pagar 200 euros por escuchar lo que ya sabíamos desde Aristóteles?

Sinceramente, me alegro de que alguien haya tenido el valor de publicar su propio expediente de fracasos.
Lo que antes se llamaba “autobiografía profesional” ahora se llama “ensayo basado en evidencias”, pero el resultado es el mismo: alguien contándote, con toda la solemnidad del mundo, que lleva treinta años equivocándose y que por fin ha descubierto que enseñar no era magia… sino trabajo.

Desde el primer capítulo uno sospecha que Reverter no escribió este libro para los demás, sino como terapia. “Durante años seguí modas educativas”, confiesa. Traducción: “He comprado más metodologías milagrosas que cremas antiarrugas”.
Lo sorprendente es que el libro funciona. Funciona porque, entre tanta ironía y tanta autopsia profesional, el autor te recuerda lo que ya sabías pero te habías negado a admitir: que enseñar bien no consiste en innovar, sino en comprender. Y que el aula es ese laboratorio donde, si no tomas notas de tus errores, acabarás repitiéndolos eternamente.

La obra no desprecia la pasión, la creatividad ni la emoción, solo recuerda que sin conocimiento previo, sin práctica ni guía experta, la motivación se evapora. Es, por tanto, un libro molesto para quienes viven cómodos en la niebla pedagógica y liberador para quienes sospechaban que enseñar no tenía por qué parecer una serie de Netflix.

Cada capítulo aborda un tema clásico —la lectura, la memoria, la motivación, la evaluación—, pero lo hace desde un lugar incómodo: la realidad del aula. Allí donde las grandes teorías se derriten, donde el idealismo choca con el ruido de un grupo de 5º de primaria y donde el tiempo no se estira, aunque lo pidas con mindfulness.

En resumen: Enséñame a enseñar es una mezcla de diario de guerra, comedia de errores y manual de supervivencia docente. Si esperabas un libro de recetas, te equivocas: esto es más bien un “MasterChef” donde el jurado es la evidencia científica y tú eres el ingrediente que se quema cada lunes.

Mi veredicto:
💣 Demasiado racional para nuestro tiempo.
🧠 Altamente contagioso: produce pensamiento crítico.
📵 No apto para fans de los mandalas competenciales.
Y sobre todo: el mejor recordatorio de que, antes de enseñar, conviene aprender… especialmente de tus propios desastres.

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