Durante décadas, la educación ha estado marcada por un debate casi interminable. En un rincón del ring, quienes defienden que los alumnos deben aprender explorando, resolviendo problemas sin demasiadas pistas, casi como pequeños científicos en miniatura. En el otro rincón, los que insisten en que la mayoría de los estudiantes —especialmente los novatos— aprenden mejor cuando el profesor explica con claridad, muestra ejemplos, guía paso a paso y corrige los errores en el momento.
Este enfrentamiento no es nuevo. De hecho, lleva más de medio siglo reapareciendo con distintos nombres y disfraces. Lo curioso es que la investigación empírica, una y otra vez, se pone del lado de la enseñanza explícita. Y, sin embargo, la idea romántica del “aprendizaje por descubrimiento” sigue teniendo un atractivo casi irresistible. Tal vez porque suena moderno, autónomo, creativo. El problema es que, en la práctica, muchas veces resulta ineficaz.
En este artículo quiero contarte, de manera cercana y con ejemplos, lo esencial de la propuesta de Richard E. Clark, Paul A. Kirschner y John Sweller en su texto Putting Students on the Path to Learning: The Case for Fully Guided Instruction. No se trata de una defensa rígida de la clase magistral sin alma, sino de una apuesta matizada: cuando un estudiante se enfrenta a algo nuevo, necesita orientación. Después, poco a poco, podrá caminar solo.
El eterno debate: ¿descubrir o enseñar?
Imagina una clase de matemáticas. El profesor presenta un tipo de problema nuevo.
- En una escuela “de descubrimiento”, los alumnos reciben el enunciado y se les pide que busquen soluciones en grupo. Algunos lanzan ideas brillantes, otros se pierden, varios se frustran. Puede pasar bastante rato antes de que alguien encuentre el camino correcto.
- En una clase con instrucción guiada, el docente resuelve primero un ejemplo en la pizarra. Explica el “cómo” y también el “por qué”. Después, da otros ejercicios, esta vez con apoyo parcial, y finalmente deja que los estudiantes lo intenten solos, corrigiendo en el camino.
Las dos escenas ilustran la diferencia clave: ¿debemos dejar que los alumnos “descubran” el conocimiento o debemos mostrárselo con claridad?
Los defensores del descubrimiento aseguran que así los estudiantes se sienten protagonistas, piensan más y desarrollan autonomía. Los partidarios de la enseñanza guiada replican: la autonomía se construye, no aparece de la nada. Y para construirla, primero hay que entender los fundamentos.
Ahora bien… ¿qué nos dice la investigación acerca de este aspecto?
Aquí conviene ser claros: la evidencia científica no está empatada. Décadas de estudios experimentales, en contextos y materias muy distintas, coinciden en algo incómodo para los entusiastas del descubrimiento: los alumnos aprenden más, más rápido y con menos frustración cuando reciben instrucción explícita.
Lo interesante es que este debate parece funcionar como una moda cíclica. En los años 60 se hablaba de discovery learning. Más tarde, de aprendizaje experiencial. Después, del aprendizaje basado en problemas. Luego, de la enseñanza por indagación. Ahora, muchos lo llaman constructivismo aplicado. El envoltorio cambia, pero el núcleo es el mismo: dar a los alumnos menos guía de la necesaria. Y cada vez que la investigación pone a prueba estas ideas, llega a la misma conclusión: funcionan peor que la enseñanza clara y guiada.
Los problemas no son pequeños. Veamos algunos:
- Solo los más brillantes o con más conocimientos previos logran avanzar.
- Muchos alumnos se frustran, pierden interés o se limitan a copiar al compañero listo.
- A menudo se consolidan malentendidos o concepciones erróneas que luego cuesta mucho corregir.
- Se desperdicia un tiempo enorme: lo que podría enseñarse en 40 minutos de explicación y práctica puede consumir varias sesiones de trabajo a ciegas.
Además, hay un efecto preocupante: la mínima guía aumenta la brecha entre alumnos. Los más aventajados salen beneficiados; los menos preparados se hunden aún más. Es como dar el mismo mapa borroso a exploradores experimentados y a principiantes: unos se orientan, otros se pierden.
Cómo aprende realmente el cerebro
La clave de todo esto está en nuestra arquitectura cognitiva. No es una cuestión de ideología pedagógica (aunque algunos empantanen constantemente el diálogo educativo en esta y otras cuestiones con dicotomías de buenos/malos, izquierdas/derechas), sino de biología y psicología. Una vez más, recordemos que:
- La memoria de trabajo es como una mesa pequeña: apenas caben unas cuantas piezas a la vez, y si intentamos poner demasiadas, se caen. Además, la información se borra en segundos si no la usamos.
- La memoria a largo plazo es un almacén inmenso donde guardamos esquemas: patrones, procedimientos, conexiones que hemos ido consolidando con la práctica.
El aprendizaje ocurre cuando conseguimos pasar información de la mesa diminuta (memoria de trabajo) al almacén gigante (memoria a largo plazo). Sin ese traslado, no hay aprendizaje.
Ahora bien, ¿qué ocurre con los novatos? Que no tienen esquemas previos sobre los que apoyarse. Cuando les pedimos que descubran algo por sí mismos, se ven obligados a mantener en esa mesa diminuta demasiadas piezas a la vez: los datos del problema, las posibles estrategias, los errores que cometen, el objetivo final… Resultado: la mesa colapsa, se saturan y apenas logran almacenar nada.
Los expertos, en cambio, cuentan con esquemas sólidos en su memoria a largo plazo. Eso les permite liberar espacio y manejar problemas complejos casi con naturalidad. Por eso a veces un experto dice “es obvio”, cuando para un novato es un laberinto (y ahí vuelve a aparecer el sesgo del experto ciego, uno de los que más nos afecta a docentes).
Una de las pruebas más claras a favor de la instrucción guiada es el llamado “efecto del ejemplo trabajado”. La idea es simple: los alumnos aprenden más cuando estudian un problema ya resuelto, paso a paso, que cuando se les pide resolverlo desde cero.
Pensemos en alguien que quiere aprender a cocinar una paella. Si se le entrega la receta completa, con fotos y explicaciones, podrá reproducirla y comprender los pasos. Si en cambio se le dice “ahí tienes arroz, verduras y fuego, ¡descubre cómo hacerlo!”, lo más probable es que acabe con un desastre culinario. Con las matemáticas, la química o la historia pasa algo parecido.
Los ejemplos trabajados reducen la carga de la memoria de trabajo y dirigen la atención a lo esencial: las relaciones entre los pasos. Es como tener un buen mapa en lugar de avanzar a tientas por un bosque.
Eso sí: a medida que los estudiantes ganan experiencia, el efecto se invierte. Llega un punto en que estudiar ejemplos ya no aporta tanto, e incluso puede resultar redundante. Es lo que se llama el expertise reversal effect: lo que ayuda a los principiantes puede aburrir o ralentizar a los expertos.
La lección aquí es clara: empezar con mucha guía y retirarla poco a poco.
La trampa del “constructivismo”
Aquí conviene aclarar un malentendido frecuente. El constructivismo, como teoría psicológica, dice que los alumnos construyen activamente su conocimiento. Eso es cierto. Lo que no se sigue de ahí es que debamos retirarle al profesor el papel de guía.
Construir conocimiento no significa “aprender solo”. Podemos construir también escuchando una explicación clara, leyendo un buen texto o siguiendo un experimento guiado. Lo importante es que la mente haga conexiones significativas, no que el alumno deba reinventar cada descubrimiento como si fuese Newton bajo el manzano.
Confundir teoría de aprendizaje con método de enseñanza ha llevado a muchos a defender prácticas ineficaces. Los autores lo llaman la “falacia del constructivismo docente”. Y, la verdad, tiene mucho sentido.
¿Qué implica todo esto anterior para la enseñanza?
Pues a algunas orientaciones muy prácticas:
- Comenzar con instrucción explícita. Cuando el contenido es nuevo, los alumnos necesitan que el profesor marque el camino.
- Usar ejemplos trabajados y práctica guiada. Mostrar cómo se hace, explicar el porqué, dejar que lo practiquen con apoyo.
- Dar retroalimentación inmediata. No esperar a que se acumulen errores; corregir mientras sucede.
- Reducir la guía de forma gradual. A medida que los alumnos adquieren esquemas, se les puede dar más autonomía.
- Reservar el descubrimiento para la consolidación. Proyectos, indagaciones o debates son útiles cuando ya hay una base de conocimiento, no antes.
Así, se combina lo mejor de ambos mundos: claridad y eficiencia al empezar, autonomía y creatividad al avanzar.
Después de tantos años de debate, la investigación parece insistir en un mensaje claro: los alumnos novatos aprenden mejor con instrucción explícita y guiada. La enseñanza por descubrimiento, por atractiva que suene, no suele cumplir sus promesas y, en ocasiones, puede incluso perjudicar a quienes más apoyo necesitan.
Eso no significa que el aula deba convertirse en una sucesión de clases mecánicas sin vida. Significa que el docente debe guiar con inteligencia, mostrar con claridad y retirar la ayuda en el momento oportuno. Enseñar no es lanzar al alumno a una piscina sin flotador, sino darle las herramientas para que, poco a poco, aprenda a nadar por sí mismo.
Al final, la enseñanza eficaz se parece bastante a acompañar a alguien en una montaña: primero marcas el camino, le enseñas a usar el mapa y la brújula, y poco a poco dejas que camine solo. Pero sin ese acompañamiento inicial, lo más probable es que nunca llegue a la cima.
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